Llevo leyendo desde hace unos días, el especie de anecdotario de David Byrne titulado Diarios de bicicleta. El libro presenta una recopilación de escritos que Byrne ha hecho a lo largo de los años, a través de sus viajes, con la excusa de promover el uso de la bicicleta como medio de transporte en un nivel masivo, aunque realmente, esto tan sólo le proporciona un motivo para dar entrada a sus recuerdos y experiencias. Las hay de todo: unas muy conmovedoras, otras chistosas, otras poéticas, políticas, sociales etc. Termina por ser una lectura que, como a la Rayuela, uno puede dar lectura por cualquier lado, y no pasa nada, pues no es precisamente una crónica o una historia que mantenga alguna línea narrativa. Por ejemplo, yo comencé a leer el capítulo titulado "Buenos Aires", ya hacia la mitad del libro: su deambular por la ciudad argentina le da ocasión de hablar sobre diversos temas; desde el culto a la muerte que a veces (o muchas veces) difiere al del resto del mundo, o cómo ciertos géneros musicales exponen el contexto social de países como México, o Brasil, o Argentina. Habla sobre cómo el equivalente al folk americano, en Latinoamérica, cobra una mayor relevancia en su difusión que cualquier cosa que se haya hecho en Estados Unidos o Inglatera; presume sus cenas con Mercedes Sosa o Charly García y ahonda en el cómo y por qué surgen, o no surgen, las escenas musicales o artísticas de una comunidad. Realmente hay un mundo de situaciones y anécdotas que muero por comentar con cualquiera que se deje, mientras eso sucede, hago transcripción de una pequeña parte que me hizo gracia y al final de la cual, inevitablemente me vi gritándole al libro con un "¡pues claro!" En fin. Aquí va.
'La iglesia del fútbol'
Al día siguiente, en la televisión, los jugadores mexicanos y argentinos entran en el campo para jugar el partido que decidirá quién pasa a los cuartos de final del Mundial de fútbol. La ciudad entera se ha parado por el partido. Todo está paralizado. Estoy haciendo la prueba de sonido en un club, donde voy a tocar en un concierto de La Portuaria. Todos los técnicos de la banda y del club han cesado en sus tareas y se han congregado en torno al televisor. Ya se han cantado los himnos nacionales y los jugadores saltan al terreno de juego. Las calles fuera del club están prácticamente desiertas, apenas hay tráfico en las enormes avenidas. Todas las tiendas y restaurantes están cerrados, excepto unos pocos en los que la gente se apiña frente a aparatos de televisión.
Después de la prueba de sonido, Diego, el vocalista, y yo nos acercamos a un puesto de comida para tomar un almuerzo tardío. El café está atendido exclusivamente por mujeres, lo cual explica por qué permanece abierto (los hombres están todos pegados al televisor). Aunque no es el centro de atención, sobre la barra del bar hay una pequeña tele, casi simbólica, que compite con un CD de música techno. Diego me cuenta que durante la época de la dictadura él iba a la preparatoria. La Copa del Mundo de 1978 se celebró aquí, y dice que algunos afirman que fue usada como cortina de humo para hacer desaparecer a mucha gente. El gobierno apoyó decididamente el evento deportivo y lo usó como artimaña para deshacerse de mucha gente cuando casi nadie prestaba atención. Es fácil entender lo sencillo que esto resultaría en un día como hoy. Éste sería el momento propicio para la invasión.
Aunque muchos intuían lo que estaba pasando, la mayoría de la gente, entonces e incluso hoy, se negaba a creer que todo aquello estuviera sucediendo realmente, y muchos de ellos afirmaban que no sabían ni habían visto nada. En sus días de preparatoria, Diego fue un día a visitar a unos amigos, pero nadie le abrió la puerta. Enseguida quedó claro que la casa estaba vacía, y que así iba a seguir. Más tarde, su padre le dijo que seguramente se los habían llevado. Reinaba una sensación general de paranoia, y Diego dice que para un chico de su edad ese temor se manifestaba de la misma forma que otras preocupaciones de cualquier estudiante de la época: que te podías meter en problemas por llevar el pelo demasiado largo o que te podían arrestar si te cachaban fumando un toque. El Estado podía considerar esas afectaciones típicas de la juventud en la onda como una señal de que simpatizabas con el enemigo. Así que, aunque tales temores pudieran ser los mismos que los de cualquier estudiante de preparatoria en otro país, las repercusiones de ser detenido aquí por se un hippie greñudo eran mucho más siniestras. La gente iba con mucho cuidado, y las conversaciones sobre política se llevaban a cabo en murmullos. De noche se oían disparos en la calle: era el sonido de la policía o del ejército (por lo general eran la misma cosa) llevando a cabo su infame tarea.
Diarios de bicicleta, David Byrne
Editorial Sexto Piso, 2011
pp.145-146.
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