domingo, 10 de agosto de 2014

Sólo extractos: David Byrne y La iglesia del fútbol.

Llevo leyendo desde hace unos días, el especie de anecdotario de David Byrne titulado Diarios de bicicleta. El libro presenta una recopilación de escritos que Byrne ha hecho a lo largo de los años, a través de sus viajes, con la excusa de promover el uso de la bicicleta como medio de transporte en un nivel masivo, aunque realmente, esto tan sólo le proporciona un motivo para dar entrada a sus recuerdos y experiencias. Las hay de todo: unas muy conmovedoras, otras chistosas, otras poéticas, políticas, sociales etc. Termina por ser una lectura que, como a la Rayuela, uno puede dar lectura por cualquier lado, y no pasa nada, pues no es precisamente una crónica o una historia que mantenga alguna línea narrativa. Por ejemplo, yo comencé a leer el capítulo titulado "Buenos Aires", ya hacia la mitad del libro: su deambular por la ciudad argentina le da ocasión de hablar sobre diversos temas; desde el culto a la muerte que a veces (o muchas veces) difiere al del resto del mundo, o cómo ciertos géneros musicales exponen el contexto social de países como México, o Brasil, o Argentina. Habla sobre cómo el equivalente al folk americano, en Latinoamérica, cobra una mayor relevancia en su difusión que cualquier cosa que se haya hecho en Estados Unidos o Inglatera; presume sus cenas con Mercedes Sosa o Charly García y ahonda en el cómo y por qué surgen, o no surgen, las escenas musicales o artísticas de una comunidad.  Realmente hay un mundo de situaciones y anécdotas que muero por comentar con cualquiera que se deje, mientras eso sucede, hago transcripción de una pequeña parte que me hizo gracia y al final de la cual, inevitablemente me vi gritándole al libro con un "¡pues claro!" En fin. Aquí va. 

'La iglesia del fútbol'

Al día siguiente, en la televisión, los jugadores mexicanos y argentinos entran en el campo para jugar el partido que decidirá quién pasa a los cuartos de final del Mundial de fútbol. La ciudad entera se ha parado por el partido.  Todo está paralizado. Estoy haciendo la prueba de sonido en un club, donde voy a tocar en un concierto de La Portuaria. Todos los técnicos de la banda y del club han cesado en sus tareas y se han congregado  en torno al televisor. Ya se han cantado los himnos nacionales y los jugadores saltan al terreno de juego. Las calles fuera del club están prácticamente desiertas, apenas hay tráfico en las enormes avenidas. Todas las tiendas y restaurantes están cerrados, excepto unos pocos en los que la gente se apiña frente a aparatos de televisión.
     Después de la prueba de sonido, Diego, el vocalista, y yo nos acercamos a un puesto de comida para tomar un almuerzo tardío. El café está atendido exclusivamente por mujeres, lo cual explica por qué permanece abierto (los hombres están todos pegados al televisor). Aunque no es el centro de atención, sobre la barra del bar hay una pequeña tele, casi simbólica, que compite con un CD de música techno. Diego me cuenta que durante la época de la dictadura él iba a la preparatoria. La Copa del Mundo de 1978 se celebró aquí, y dice que algunos afirman que fue usada como cortina de humo para hacer desaparecer a mucha gente. El gobierno apoyó decididamente el evento deportivo y lo usó como artimaña para deshacerse de mucha gente cuando casi nadie prestaba atención. Es fácil entender lo sencillo que esto resultaría en un día como hoy. Éste sería el momento propicio para la invasión. 
     Aunque muchos intuían lo que estaba pasando, la mayoría de la gente, entonces e incluso hoy, se negaba a creer que todo aquello estuviera sucediendo realmente, y muchos de ellos afirmaban que no sabían ni habían visto nada. En sus días de preparatoria, Diego fue un día a visitar a unos amigos, pero nadie le abrió la puerta. Enseguida quedó claro que la casa estaba vacía, y que así iba a seguir. Más tarde, su padre le dijo que seguramente se los habían llevado. Reinaba una sensación general de paranoia, y Diego dice que para un chico de su edad ese temor se manifestaba de la misma forma que otras preocupaciones de  cualquier estudiante de la época: que te podías meter en problemas por llevar el pelo demasiado largo o que te podían arrestar si te cachaban fumando un toque. El Estado podía considerar esas afectaciones típicas de la juventud en la onda como una señal de que simpatizabas con el enemigo. Así que, aunque tales temores pudieran ser los mismos que los de cualquier estudiante de preparatoria en otro país, las repercusiones de ser detenido aquí por se un hippie greñudo eran mucho más siniestras. La gente iba con mucho cuidado, y las conversaciones sobre política se llevaban a cabo en murmullos. De noche se oían disparos en la calle: era el sonido de la policía o del ejército (por lo general eran la misma cosa) llevando a cabo su infame tarea.

Diarios de bicicleta, David Byrne 
Editorial Sexto Piso, 2011
pp.145-146.

viernes, 8 de agosto de 2014

Una noche con Juana

Esta vez no vengo a compartir mis palabras, sino algo mucho más sustancioso, poético y melodioso. Estoy por pasar unas cuantas horas en compañía de mi Juana favorita. Ya después arruinaré la experiencia con verborrea. Por lo pronto...


Tres cosas (2002)
Juana Molina

jueves, 7 de agosto de 2014

St. Vincent por St. Vincent

En 1981, Lester Bangs escribió en un artículo titulado “Better Than The Beatles (and DNA too!)”*, para The Village Voice, una belleza de profecía, en el cual argumenta sobre el estado tan deteriorado del rock, cuya única esperanza para su resurgimiento, sería cuando las mujeres se posicionaran como líderes del movimiento. De acuerdo, me permití enormes libertades al parafrasear, mejor leerlo del propio Bangs; aquí el extracto de dicho texto:  “…the only hope for rock’n’roll, aside from everybody playing nothing but shrieking atonal noise through arbitor distorters is women. Balls are what ruined both rock and politics in the first place, and I demand the world be turned over to the female sex immediately […] The absolute best rock’n’roll anywhere today is being played by women.”  Patti Smith, Joan Jett, The Raincoats, Lydia Lunch, entre otras, son nombradas como ejemplo y sostén de dicha teoría. Estoy segura que de vivir en nuestros días, Lester añadiría y pondría a la cabeza de la lista a Annie Clark, a.k.a. St. Vincent.
            Annie lleva siendo parte de mi vida desde que debutó con Marry Me en el 2007 y momentos como aquellos en los cuales yo circulaba por las calles de mi ciudad, respirando el aire tostado con el cabello flotando fuera de las ventanas al son de “Paris Is Burning” o “Your Lips Are Red” quedarán por siempre injertadas, no sólo en mi memoria, sino en la eternidad de mi espíritu. Realmente no me importa rayar en lo ridículo. La amo, la adoro y no quiero decir más allá de eso, pues entonces esto pierde objetividad. Aunque criticas, reseñas y opiniones aparte, en un blog personal cualquier dejo de objetividad se manda al carajo, dicho lo cual, continuaré. En febrero de este año 2014, la señorita Clark presentó nuevo material discográfico, titulado St. Vincent. ¿Cómo describir la realidad que generan 11 piezas de un disco? No se requieren más de 5 segundos de “Rattlesnake”, canción que abre la obra, para saber el tono y la temática que desarrollará a lo largo de cuarenta minutos de belleza inorgánica. Es decir, este cuarto álbum explora las aguas profundas de la música electrónica, de los sonidos digitales, más allá de lo que en discos anteriores había intentado lograr. Sin embargo, sería ridículo comenzar a hablar sobre los desarrollos de la música digital, cuestiones técnicas y eso, porque entonces sonaría a uno de esos megalómanos críticos que escriben para Pitchfork.
            Sí, hay una paradoja en las propuestas saint-vincentianas, entre la lírica y los sonidos. Las canciones exploran temáticas esencialmente humanas, naturales, orgánicas que terminan siendo maculadas por sintes, algoritmos y lenguaje binario traducidos a sonidos electrónicos. La música inorgánica. Pero hay una belleza hacia este tipo de creación musical, muy distante de aquello que groseramente titulan “música electrónica”: el tipo que explotan en bocinas de quinceñeras, raves, la ocasional boda y los carros deportivos de juniors que corren por las calles de fraccionamientos llenos de niños. Mientras que eso ocurre en el mundo, yo defino la música electrónica a través de lo que artistas y verdaderos genios como Björk, Brian Eno, David Byrne, Stockhausen, Ligeti, entre otros, me han enseñado. Hasta la misma Joni Mitchel con su “Jungle Line” (The Hissing of Summer Lawns), muy adelantado a su época, si me lo preguntan. Annie Clark juega en esta realidad, algo así como la ciencia ficción en la literatura, que termina por explicar y comprender más el comportamiento humano y su destino que cualquier otro tipo de lectura romántica, realista… en fin. Y así como la exploración de la psiqué a través de robots y extraterrestres, futuros utópicos y post-apocalípticos es un never-a-dull-moment, la música de esta mujer se define justamente igual. Digo, “Birth In Reverse” expone el día común entre burlas como algo verdaderamente ridículo e inútil, infructífero y así sucesivamente: “Oh what an ordinary day / Take out the garbage mastúrbate / I’m still holding for the laugh […] This tune will haunt me through the war / Laugh all you want but I want more / Cause what I’m swearing I’ve never sworn before.” No es que haya encontrado el sentido de la vida, ni nada por el estilo; tampoco que haya expuesto secretos sobre locuras y psicosis de una manera totalmente nueva, sin embargo, es divertido cuando se mezclan todos estos elementos en ella y los filtra para nosotros, más aún cuando tiene un poder interpretativo y de expresión como muchos ya quisiéramos tener. Sin duda, yo muchas veces me duermo ante la fantasía de poder tocar musicalizar todo aquello que me mantiene volcándome sobre mí misma en la cama, al punto de sudar frío.  “Entombed in the shrine of zeros and ones, you know / with fatherless features, you motherless creatures, you know / In perpetual night, oh, it’s terribly frightening, you know / You got the pop and the hiss in the city of misfits, you know / Safe, safe and safest, faith for the faithless / Dim, dim and dimmer, sucker for sinners”, termina por arrullar cual canción de cuna con sus discretas construcciones a base de teremín y delicados tonos en el teclado, sumándole a esa voz tan suave y vulnerable; todo va bien, hasta que se vuelve loca, explotando en un fuzz de guitarra, acompañado con una combinación de cólera e ironía que emerge de esa voz que previamente nos la-la-leaba hacia los sueños.
Lo mejor de todo es que en cuanto termina “Huey Newton”, la pieza que describía previamente, “Digital Witness” le sigue el juego a toda esa extrañeza del dot.com. En esta hay una síntesis de lo que significa para nosotros el internet, más específicamente el facebook, twitter, instagram y todo aquello que parece ser un gran, enorme y eterno etcétera. No hay persona en el mundo, creo yo, que no aparezca de un modo u otro en las redes sociales. Básicamente no existes si no estás en ellas. Puedo escribir párrafos y párrafos y párrafos sobre el tema –proyectándome, obviamente-, pero mejor se lo dejo a una mujer que lo definió perfectamente en una canción. ¡Vaya, qué melodía tan seductora! Sí, igualito que en las redes sociales: “People turn the TV on, it looks just like a window, yeah. Digital witnesses, what’s the point of even sleeping? If I can’t show it, you can’t see me”. Es una idea tan fascinante como lo es terrible, pero aquí estamos, viviéndolo y haciéndolo realidad. Cuando no podemos platicar cara a cara y decirnos todas nuestras verdades, sí podemos confesarlo por facebook y esperar a que nos lluevan los ‘likes’. Nos definimos como personas a partir del alter ego que hemos creado para nosotros mismos en una realidad virtual. Pero, recalco, eso ya lo sabíamos, no necesitábamos que alguien viniera y nos lo cantara. “This is no time for confessing.” Aunque se escucha mucho mejor en una canción. La vida es mejor en una canción.
            Discretamente la conclusión del álbum, entre “Every Tear Disappears” y “Severed Crossed Fingers”, hay estas discretas referencias hacia los melódicos inicios de Clark, especialmente Marry Me, con estos coros de grandes ecos y delays, aunque más recargado en los sintético. Ambas cierran, entre un contexto medio oscuro, con notas de esperanza y optimismo, muy sui generis, por supuesto. “Severed Crossed Fingers”, especialmente, la cual me parece que en esa canción, la señorita Annie le hace una reverencia al “Heroes” de David Bowie, funcionando como un espejo al después que le siguió a la canción de David. Como si Romeo y Julieta no se hubieran suicidado, hubieran vivido su amor y tras unos años hubieran terminado odiándose. No, no creo sea una interpretación tan descabellada. Ella ha declarado que una de sus más grandes influencias ha sido el camaleónico Bowie y la razón por la cual ella se cruzó hacia el lado güero del camino, fue en celebración al último lanzamiento discográfico de Bowie, The Next Day. Vaya a saberlo ella; posiblemente deforme el significado sólo por el bien de deformar. A final de cuentas, estas canciones ahora me pertenecen, son parte de mí y de todos nosotros, por lo que no hay mejor celebración hacia la obra de un artista, que hacer de ese mundo el propio.
            Finalizo mi verborrea con el álbum entero que algún buen samaritano subió a youtube, para goce y placer de sus sentidos y fantasías, y de las mías.
           

St. Vincent, St. Vincent (2014)


*El artículo de Bangs: Better Than the Beatles (and DNA too!)



sábado, 2 de agosto de 2014

Entre Salinger y Camus, y de cómo leí por primera vez El guardián entre el centeno...

Pensé que sería muy buena idea, dado las condiciones climatológicas del momento, disfrutar de una deliciosa taza de café incluso aún siendo pasadas las 11:30 de la noche. Es este momento en el que pondero,  en medio del silencio violentado con un etéreo y sublime Homogenic en altos decibeles, si quizá esa idea inicial fue acaso una brillante idea. Sin embargo, la inocua decisión del brebaje nocturno, seguida por dicha acción de permanecer sentada ponderando ideas insustanciales, me ha dado para escribir tonterías en un ciber-pedazo de hoja blanca.
            No, tonterías no. Me guardé las tonterías para los momentos de tedio que me esperen a futuro. Mejor plasmar ideas interesantes, educativas, culturales y así sucesivamente. A inicios del verano me propuse leer como nunca en mi vida lo había hecho, para contrarrestar los molestos efectos de la fiebre fubolera causada por la temporada del mundial. No entraré en detalles sobre lo molesto y odioso que eso me parece, pues he hartado a medio mundo con mis protestas. Leí lo que se me fuera poniendo enfrente, desde Chester Himes hasta Tennessee Williams, pasando por Samuel Beckett, Aldous Huxley y Boris Vian –en quien sigo por el momento-. Entre las múltiples visitas a las diferentes librerías de la ciudad, sucedió un día que tropecé justo frente a la única copia de una de las novelas que deseaba leer desde hace mucho: El guardián entre el centeno de J.D. Salinger. Así es. Yo, Ana, 30 años de edad, en la gran época de la revolución digital, literata de profesión, lectora por afición, escritora wannabe, jamás había leído esa novela que, desde su publicación hasta la fecha, se convirtió en una de esas lecturas obligadas. La novela que empujó al mismo Salinger al exhilió, que inspiró el asesinato de Lennon y fue tachado por inmoral, irrespetuoso y meramente rebelde.  Pero he aquí que más vale tarde que tarada, por lo que di inicio y fin a la lectura en un par de días.
            Debo confesar que la expectativa rebasó la realidad y mi lectura fue buena, pero hasta ahí. Es verdad que hay cosas que deben ser leídas en cierto momento de nuestras vidas; es decir, juzgué a Holden a partir de mi experiencia de vida y del hecho que la adolescencia pasó hace ya varios años. Uno puede recordar y buscar la empatía a partir del recuerdo, sin embargo, la vivencia de la lectura se transforma y ya no llega a ser ese gran impacto de mil dagas traspasando el corazón. Pero bueno, al menos podré decir, de ahora en adelante, que me he leído El guardián entre el centeno, que conocí al gran Holden Caulfield y que lo encontré profundamente desesperante. No pude evitar hacer comparaciones con El extranjero y Meursault, el protagonista de tendencias nihilistas creado por Camus. Ambos personajes, Holden y Meursault, tienen una forma muy mordaz de ver la vida. Hay una crítica dura y honesta en el discurso que profesan ambos personajes, con la diferencia que ambos la emiten a partir de su entorno. Holden es tan sólo un chavalo entre los 15-17 años, mientras que Meursault es un adulto y ambos son motivados por la tragedia.  Salinger y Camus, así mismo, mantienen un relativo parangón al igual que sus personajes: ambos vivieron y fueron afectados por la devastación de la II Guerra Mundial, lo cual inspiró gran parte de esa acidez palpable por entre las líneas discursivas de sus protagonistas. La novela de Salinger se convirtió en lectura prohibida para adolescentes debido a su contenido de incitación a la rebeldía, mientras que Camus fue apodado como “El Rebelde”. Vaya, incluso si comparan fotos de los autores, uno es doppelganger del otro. Confieso que la novela de Camus causó el impacto en mí que la de Salinger no, aunque eso será cuestión para discutir unilateralmente en otra ocasión, por el momento me limito a seguir con este guardián de la inocencia, es decir, Holden Caulfield.
            A pesar de haber fallado en encontrar ese gran impacto de la novela, es cierto que se mantiene colgando de uno como eco incesante; de hecho, la reflexión comienza a generarse mucho después de haber finalizado la lectura. Entonces, la desesperación causada por el protagonista en uno como lector, se convierte posteriormente en dejo de tristeza, ya que todo aquello que genera la apatía en Holden, no es nada más que la verdad: ese efímero espacio de tiempo en que, dentro del hombre queda aún humanidad, inocencia, asombro y alegría –si los niños no crecieran y se mantuvieran niños siempre. La travesía de Holden, a lo largo del libro, deriva en esto: una metafórica transformación de él mismo como salvador, alguien que debe preservar la inocencia de esos niños al evitar que caigan al precipicio de la vida. Es una utopía, bella y trágica, a final de cuentas, la propuesta de Caulfield/ Salinger. Vaya, realmente no sé qué decir sobre esta novela que no haya sido dicho ya. Esta vez no me dediqué a subrayar frases o hacer anotaciones a lo largo de los márgenes del libro, sino que la lectura se fue a un ritmo acelerado impuesto por el tal Caulfield y sus desventuras; ir más allá e intentar cualquier tipo de análisis a partir de teorías me sería imposible. Estoy segura que más adelante regresaré al Guardián y examinaré con mayor aplomo a este pequeño héroe/antihéroe trágico de la literatura contemporánea.

            Por lo pronto, me despido con la esperanza de haber dicho algo provechoso e inteligente,  y no sólo palabras al aire, originadas a partir de la ingesta de cafeína previa la media noche sumada al ligero delirio causado por el shock del sueño que también se filtra en el proceso mental. Concluyo con dos piezas musicales cuyo contenido visual y lírico, acompañan perfectamente la imaginería causada por Salinger en uno de los últimos capítulos, en el cual Caulfield le confiesa a su hermana, Phoebe, esa analogía de como él es el guardián entre el centeno. 

"Glósóli" (Takk, 2005)
Sigur Rós

"Wake Up" (Funeral, 2004)
Arcade Fire