martes, 17 de junio de 2014

Kon-Tiki, Thor Heyerdahl

Una de las razones por las cuales me encanta sumergirme entre las ventas de libros de segunda, es que se pueden rescatar verdaderos tesoros que difícilmente encontraríamos de cualquier otra manera. La manera como yo lo veo, es que esas historias nos encuentran a nosotros. Así fue como yo di con una viejita, pero bien conservada versión de Kon Tiki de Thor Heyerdahl: tapa dura, cubierta de tela, en cuya primera página se lee una dedicatoria que data de una navidad por ahí de 1962. Quien sea que le haya regalado este libro a Juan Hernán, jamás pensó que el libro perduraría el paso de los años y terminaría en manos de alguien como yo. Curioso pensar en que la historia narrada entre las páginas de este libro describe la aventura de las trayectorias recorridas, el aventarse a lo desconocido y el redescubrir el mundo con nuevos ojos. Eso fue justamente mi experiencia al leer el libro. De entrada diré que esta ha sido una de esas lecturas que me conmovieron hasta lo más profundo y sin duda se convirtió en uno de mis libros favoritos; de esos que no se olvidan y nos acompañan toda la vida.
            Esta es una lectura para el verano; mientras que uno vive en el desierto sin posibilidad de salir de vacaciones, el treparme a una balsa para recorrer el Pacífico representó el más idílico de los escenarios. Así pues, no tuve más que abrir el libro y leer:

CAPÍTULO I

UNA TEORÍA


SUCEDE a veces que, gradualmente y en la forma más natural, se va siguiendo una trayectoria sin haberse detenido a pensar siquiera cuál ha sido su punto de partida, hasta que, de pronto, sobrevienen las más extrañas situaciones y sólo entonces, como despertando de un sueño, se pregunta uno a sí mismo, cómo ha podido llegar a ellas. Si, por ejemplo, se encuentra uno por propia voluntad en alta mar, flotando a la deriva en una balsa de madera, con cinco compañeros de viaje y un loro, es inevitable que tarde o temprano vuelva en sí, quizá después de un descanso más largo que de ordinario, y comience a pensar en por qué está allí.

            No requirió más que eso para saber que debía tener ese libro entre mis manos, que había sido destinado para mí; y aunque la idea suene exageradamente romántica, habemos quienes pensamos y creemos que, como he dicho en un principio, las historias nos escogen a nosotros, sin importar cuáles sean, de qué traten, en qué forma lleguen, lo sabemos cuando abrimos la portada, sentimos las hojas, olemos las palabras y leemos. Así pues, me presento con mi narrador, Thor Heyerdahl, noruego, científico y aventurero, en resumen, un verdadero apasionado de la vida y de su mundo. Previo al estallido de la segunda Guerra Mundial, Heyerdahl había abandonado sus estudios de zoología para dedicarse a probar su teoría de que el origen de los habitantes de las islas Polinesias era de Perú: uno de sus héroes legendarios y creído hijo del dios sol, Tiki, había abandonado el continente con un grupo de habitantes y en balsa, se fueron en busca de otro territorio y llegaron a la Polinesia. El nombre de la balsa, Kon-Tiki, será pues en honor a este personaje legendario hijo del sol, mismo que llevará sobre sí la crónica de la expedición: KON-TIKI EXSPEDISJONEN. Finalmente, la investigación se ve interrumpida por la invasión alemana a Noruega y es reclutado; durante la guerra conoce a Thorstein y Knut, quienes posteriormente se integrarán a la expedición.
            Tras los días de guerra y declarada la paz, Thor retoma su investigación y escribe “Polinesia y América. Un estudio sobre relaciones prehistóricas”. Acude con un importante erudito de algún museo de Nueva York para presentarle el manuscrito, pero éste lo rechaza totalmente bajo el argumento de que:
       (…) sí sabemos una cosa con certeza, y es que ninguno de esos pueblos de la América del Sur llegó a las islas del Pacífico.
       Me miró inquisitivamente y continuó:
       -¿Sabe por qué?... La respuesta es suficientemente simple… ¡Ellos no podían llegar porque no tenían barcos!
       -Tenían balsas –le dije con cierta vacilación-. Bien lo sabe usted; tenían embarcaciones hechas de madera de balsa.
       El viejo se sonrió y dijo con toda calma:
       -Bueno, si quiere puede intentar un viaje del Perú a las islas del Pacífico en una balsa.

            Así pues, lo único que alguien necesita siempre es ser retados por un-alguien así de nefasto –conozco a muchos de ellos, académicos que cuando uno entrega   algún texto, ensayo, trabajo, te contestan con un “te lo sacas de la manga”, aún cuando el argumento y la justificación y las fuentes están ahí, frente a sus narices… *respirando y regresando en 5-4-3-2-1… continuo*. A partir de ahí, Heyerdahl se dedica pues a planear su expedición a través del Pacífico, basándose en antiquísimos dibujos y descripciones de esas balsas utilizadas por los incas, siendo fiel en todos los aspectos: desde el material, hasta la edificación. Seguido siempre por sus compañeros de balsa: Knut y Torstein, Herman, Erik y el sueco Bengt. La ayuda llegó bajo el nombre de asociaciones y grupos gubernamentales como los exclusivos “Club de Exploradores” en Nueva York, el Laboratorio de Equipo del Comando de Material del Aire, quien los abasteció con todo tipo de artefactos y prototipos para la navegación, el Pentágono o la Liga de Aficionados de Radio de América, la ONU y los gobiernos de Noruega, Perú, Francia, Suecia y Estados Unidos. En ello, entre la descripción cronológica de los eventos previos a la salida de la Kon-Tiki y el vivaz poder narratológico de Heyerdahl, encontramos que todos, absolutamente todos, aman una gran aventura.
            Así, la narración está lleno de esos deliciosos y absolutamente divertidos momentos en que olvidamos que lo que leemos es una crónica de algo que realmente sucedió y me recuerda mucho cuando llegué a leer las crónicas de Bernal Díaz del Castillo, las cuales parecían perder cualquier sentido de la verdad en momentos y buscaban sumergirnos en lugares y momentos tan increíbles que seguramente tenía que existir en algún otro mundo donde abunda la magia y lo fantástico. Fuera de ello, bien sabemos que América es el lugar de lo real maravilloso, o lo fantástico maravilloso, o lo surreal. Aunque bien sabemos, muchos más que otros, que la realidad siempre supera la ficción. Pero regreso, decía que es difícil escoger momentos y hacer una lista jerarquizada de ellos, es simplemente imposible: entre las maravillosas y poéticas descripciones del mar bajo el manto de las estrellas, con todos esos seres que surgen de las profundidades para dotar el agua de un singular espectáculo de color y fosforescencia, o entre los tiburones, ballenas, delfines, peces voladores, peces pilotos, pulpos kamikaze, que van acompañado al sexteto en su travesía, casi como curiosos acompañantes de los humanos. O entre la travesía burocrática de lo que significaba hacer el viaje partiendo de Perú, para un grupo de extranjeros, hacia la Polinesia en una balsa, o entre el peligro de viajar hacia la selva en época de lluvias para talar árboles de balsa, entre insectos tan grandes como la cabeza de un hombre… *escalofríos*
            Debo, a pesar de haber justamente dicho que es imposible escoger momentos dentro de la narración, destacar un particular pasaje que me hizo reír demasiado para la aparente gravedad del asunto. En un momento en que Thor y Herman están tratando de arreglar pasaje a la selva de Quevedo, aún a pesar de que los caminos han sido bloqueados por las inundaciones y el barro, uno de los pilotos que ayudaban a los noruegos, les comentó que el peligro existía aún más allá que las simples inundaciones. Los caminos hacia la selva estaban llenos de indios carnívoros que decapitaban a sus presas para encogerlas y posteriormente venderlas en el mercado negro; así, continua con una anécdota de cómo él perdió a su mejor amigo a manos de estos grupos que mencionaba. Dio con el criminal que había emboscado a su amigo y le pidió que le regresara la cabeza de su amigo:
El criminal sacó inmediatamente la cabeza del amigo de Jorge, tan pequeña en ese momento como el puño de un hombre. Jorge se quedó impresionadísimo al verla, porque no había cambiado, sino que simplemente se había achicado. Profundamente emocionado, tomó la cabeza y se la llevó a su esposa quien, al mirarla, se desmayó, y Jorge se vio precisado a esconderla en un baúl; pero había tanta humedad en la selva que se formaron capas de moho verde en la cabeza, de manera que Jorge tenía que sacarla una que otra vez al sol para secarla. Quedaba muy bien cuando la colgaba de los cabellos en una cuerda de secar ropa, pero la mujer se desmayaba cada vez que la veía. Un día, un ratón logró penetrar en el baúl e hizo tal destrozo en su amigo, que Jorge, mortificado, enterró la cabeza con todas las ceremonias del caso en un pequeño agujero en la parte alta del campo de aterrizaje.
-Porque, después de todo era un ser humano –dijo Jorge al terminar.
-Muy buena comida –comenté, para cambiar la conversación.
  
            Así también, debo destacar que mi mayor simpatía recayó, después del autor de la narración, con el etnólogo sueco Bengt, quien dio con Thor y sus compañeros, gracias a una nota en el periódico peruano sobre la próxima expedición hacia la Polinesia para comprobar la teoría de cómo los pobladores originales provenían de América. El sueco justo terminaba unos estudios de la selva en las regiones del Amazonas, cuando se presentó ante Thor, mientras él, a su vez, leía y releía el recorte de la nota sobre Bengt Danielsson. Y sin más, el claro ejemplo de por qué la lectura se torna en un verdadero deleite es en principio, por el sentido del humor que presenta el narrador, y sobre todo, por el lenguaje que a buen ritmo, va atravesando por las hojas como la balsa por la mar:
       Este individuo venía de tierras salvajes pero, indudablemente, pertenecía más bien a una sala de conferencias. Bengt Danielsson, pensé yo.
       -Bengt Danielsson –dijo el sujeto presentándose a sí mismo.
       Él ha oído algo sobre la balsa, pensé, y lo invité a sentarse.
       -Acabo de oír algo sobre sus planes –dijo el sueco.
       Y ahora viene a echarme abajo la teoría porque es un etnólogo, pensé.
       -Y ahora he venido para preguntarle si puedo ir con usted en la balsa –dijo el sueco apaciblemente-. Estoy interesado en la teoría de la migración.

            La narración, a pesar de su anclaje en la realidad, termina obviamente siendo ficcionalizada; a final de cuentas es el recuento de una aventura, sus inicios, su desarrollo y su desenlace, reunido y retazado a partir de las entradas en el diario que mantenía Thor consigo a bordo del Kon-Tiki y los recuerdos tan bien impresos en su memoria. Realmente, comenzar a poner en tela de duda qué momentos pudieron haber sido dramatizados un poco más o un poco menos a fin de servir el ritmo y la narración, es irrelevante. Termina por atraparnos en la vena más profunda que muchas veces olvidamos tenemos dentro, esa en la que vivimos añorando nuestra infancia y la inocencia de ella: las aventuras que se nos presentaban acompañados de otras figuras como Huckleberry Finn o Robinsoe Crusoe, o las leyendas del Rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda, o D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis, mientras gustábamos de soñar y jugar a que éramos vaqueros, o astronautas, magos, etc. Haber leído Kon-Tiki sacó esa niña que gustaba de treparse a los árboles con su hermano imaginando un fuerte en las alturas, o pegando viejas cajas de cartón juntas y pintándolas para simular naves espaciales. En una época en la cual la diversión de los niños es propiciada por espectaculares gráficos dentro de aparatitos celulares o consolas de videojuegos, retornos a la sencillez, como ésta de tomar un libro mientras leemos con los pies aventados hacia la pared y los cabellos flotando bajo el golpe de aire fresco, es una sensación de profunda belleza.

“Llegamos a un mundo en el cual no habíamos soñado nunca […]
más cerca del sol y de la luna, fuera del tiempo y más allá del espacio.”
Thor Heyerdahl,
Kon-Tiki


 "Outside of Space and Time" (Love This Giant, 2012)
David Byrne & St. Vincent

“Someday, I’ll step out of the shadow
into galactic matter
outside of space and time”
-David Byrne, St. Vincent,
“Outside of Space and Time”

viernes, 6 de junio de 2014

Corre, hombre, Chester Himes

De niña leí a los Hardy Boys y me encantaba ver con mis padres películas del tipo que lo dejan a uno a la orilla del asiento, con las uñas entre los dientes y las gotas de sudor obedientes sumisas al servicio de la trama; desde películas de tono grave como All The Presidents Men o The Godfather hasta sátiras y parodias del who-dunnit a la ClueWho Framed Roger Rabbit? y a Peter Sellers como el inspector Clouseau en la saga de La Pantera Rosa. Cierto es que en aquellos entonces poco entendía sobre el origen o la causa de que existieran ese tipo de historias: el odio, la ira, el rencor, asesinatos, violaciones, humillación. Sin embargo, entre los herméticos diálogos que uno sigue para descubrir los motivos y sus consecuencias a la par que el protagonista, había un atrayente poder de seducción, así como esos sucios detectives alcohólicos y fumadores compulsivos, mal afeitados con su alto grado de sex appeal a la Bogart o Belmondo. Años, muchos años después, tuve la fortuna de llevar una clase sobre novela negra: detectives, crímenes, femme fatales, polis y ratas, contrabandistas, conspiraciones and all that jazz, una clase como pocas que se llegan a encontrar dentro de la carrera de literatura. En ella leímos desde Arthur Conan Doyle, hasta Paco Ignacio Taibo II, pasando por Raymond Chandler, Boris Vian, Agatha Christie, Dashiell Hammet, Patricia Highsmith, Rafael Bernal y Chester Himes. Acompañadas con sus buenas dosis de cine noir y derivados: Extraños en un trenDoble indemnidadThe KillingProfundo carmesíTwin Peaks, The Wire, The Hound of the Baskerville, etc.
                Hace unos meses, curioseando por una librería de segundas muy famosa por estos lugares, encontré bajo títulos y autores desconocidos para mí, una gastada edición de Corre, hombre (Run Man, Run, 1967) por Chester Himes. Bastó sólo reconocer el nombre para tomar bajo mi brazo la edición, pagar y salir emocionada con algo nuevo que leer.  Sin embargo, quedó sobre una pila de libros que había estado postergando para su lectura durante el tedio veraniego proporcionado por la falta de cosas que hacer y la sobre-excitación mundialera que se carga todo el mundo. Así pues, hace un par de días tuve el placer de abrir y leer al irónico Sr. Himes y su visión de una buena historia policíaca hard-boiled.
                La trama es sencilla y directa, realmente no existen muchas vueltas de tuerca y cuando las llega a haber, son sutiles y jamás nos hacen sentir como si nos hubieran quitado el tapete por debajo de los pies. Jimmy es un joven estudiante de derecho y trabajador nocturno en el restaurante Schmidt & Schindler y acaba de ser testigo a un doble asesinato. Matt Walker, un bribón de policía, deambulaba por las calles de Nueva York sin recordar en dónde había dejado el auto: entre el alcohol y la confusión, se topa con unos trabajadores negros del mismo restaurante y los acusa de haber participado en el robo de éste. La pistola con silenciador que sostiene en su mano es suficiente para poner nervioso a cualquiera, pero el gordo Sam intenta hacerlo entrar en razón ofreciéndole café y una ración de pollo frito, claramente, todo es un mal entendido. Accidentalmente, Walker dispara contra Sam y este cae muerto frente a sus ojos. Esa profunda borrachera se le ha ido completamente y ahora debe comenzar a atar cabos y es que, aquel escenario se ve muy mal: están por estallar las marchas civiles en el país, es Nueva York y un policía borracho acaba de asesinar a un trabajador negro. Pero Himes no busca entablar un diálogo socio-político de lo que está por acontecer en su presente, sino hacernos cómplices del personaje. Incluso, bromea cuando nos abre la conciencia de Matt mientras este se confiesa a sí mismo que "había cierta tristeza en el acto de matar a un hombre en medio de tanta comida, pensó. Más que tristeza, la palabra justa quizá fuera ironía." Pero esos dejos de conciencia se detienen en cuanto el policía se deshace del segundo y no logra matar a Jimmy, el tercero y último testigo, a quien sólo deja malherido tras un impacto de bala que falla en detenerle el corazón. A su rescate, Jimmy lo acusa de homicidio, sin embargo no encuentra quien le crea y ahora debe cuidarse las espaldas, ya que Walker terminará pronto lo que no pudo aquella fría noche de diciembre. No hay aliados, incluso la persona más cercana a él, la amante, cantante y vecina de Jimmy, Linda Lou Collins, no logra ver la verdad en sus ojos; menos aún cuando se topa cara a cara con Matt, bajo cuyo encanto, terminará tras una noche de pasión… they all want’em bad boys.
            Más allá de pretender indagar junto con los personajes, algo que en el caso de esta novela no aplica, pues de inicio sabemos quién hizo qué y por qué razones, uno se deja envolver por el lenguaje de Himes tan fluido y cómico en momentos; esta falta de motivación de buscar pistas, nos obliga a prestar atención a otros detalles, más mundanos: Jimmy está siendo cazado por Matt y permanece en constante vigilia, corriendo de él. Los momentos de tensión y peligro, llegan y se van sin mayor aviso, y mientras permanecen latentes, se opacan y contraponen con la cotidianidad. La narración avanza y sabemos que estamos por iniciar el tercer acto, el stand-off, pero Jimmy se ha tomado un momento para tomarse un trago en un bar, indagar por pistolas, cambiar el look –irónico, ya que sospesa el hecho de que las apariencias, en este juego del gato y el ratón, es lo que hace que permanezca en cierta desventaja, por lo que termina pidiéndole al barbero que le alacie el cabello, así como los hombres blancos- y comer. La comida es importante. No sólo llenan el estómago, sino el alma y el acto de comer acompaña, tanto al protagonista, como al antagonista durante toda la novela, provocando, inevitablemente, que a uno como lector le de hambre, por lo que aconsejo tener cerca algún plato con botana mientras leen. Jimmy, por ejemplo, sabiendo que está por enfrentar finalmente a Matt, toma su tiempo para degustar un banquete:
   Llegó ante el escaparate de cristal ahumado y cortinas corridas en que un cartel anunciaba: COCINA CASERA. Parecía un lugar familiar. Entró y se sentó en una de las cinco mesas vacías y cubiertas por un mantel de hule blanquiazul. A un lado, un fuego de carbón ardía en una estufa panzuda. Calentaba tanto que un hombre podía tostarse la piel.
Pidió morro de cerdo y nabos, con un plato aparte de guisantes. Los untó con una salsa caliente hecha de semillas de chile. El plato caliente y la salsa nada fría le escaldaron el paladar y le quemaron el galillo al tragar. El sudor le corría por la cara, resbalándole hasta la mandíbula. Pero cuando terminó se sintió un hombre nuevo. Se sentía agresivo y desprovisto de todo temor; como si pudiera coger al homicida por el pescuezo y retorcérselo.
Permaneció allí engullendo taza tras taza de café hervido tan fuerte que podía dejar tieso al mismo diablo, hasta que fue hora de irse.
En el momento en que Jimmy, en soledad, come y encuentra la valentía, el sargento Matt se encuentra en casa de su cuñado Brock, el detective encargado del caso de los homicidios del restaurante de Schmidt y Schindler, cenando y rodeado de su familia, lleno de dudas y nerviosismo:
La muchacha se llevó los platos y volvió con una pierna de cordero y bandejas de servicio con guisantes, zanahorias, puré de patatas y una salsa. Brock trinchó y sirvió el asado y Jenny la verdura a medida que los platos daban vueltas por la mesa. La muchacha sirvió luego platos individuales de ensalada de gelatina de menta. Cubierta por una servilleta había en la mesa una cestita con panecillos. Los niños bebían leche; los adultos agua.
Matt empezó a luchar con un bocado de asado […] Se volvió entonces hacia Brock y le preguntó: ¿Se sabe algo de mi amiga?
-De una nada –dijo Brock-. Pero encontramos a la otra.
Matt conocía la respuesta, pero tuvo que preguntar de todos modos: ¿Cuál?
Los niños le miraron con silenciosa curiosidad.
-Eva Modjeska –dijo Brock.
-Esa tiene que ser extranjera –cotilleó Peter.
-Los niños miran, pero no hablan –le devolvió Jenny cortante.
Matt sintió que le aumentaba la tensión en el pecho y trató de dominar sus respiración […] El aliento se volvió pétreo en el pecho de Matt.


Deambular por Harlem de la mano de Himes es un goce. No creo que pueda hacer mayor hincapié en ello; todo por su magistral manipulación del lenguaje provocando un adictivo placer que resulta en la falta de ganas de querer soltar el libro, aún y cuando éste se despasta con cada vuelta de página y se puede oler cómo la comida ya se está quemando en la estufa, o es ya necesario parar e ir al baño. Detener la lectura, puede resultar en el hecho del asesinato de Jimmy a manos del sargento Walker, o que cualquier dato se pase de largo durante los interrogatorios de la policía con el personal del restaurante, o que alguna huella no sea detectada. A final de cuentas, gustamos conocer los espacios del hampa, los bares de jazz y blues llenos de tabaco y alcohol, y música, mucha música. Lleno de personajes tan coloridos y vibrantes a pesar de que sólo permanecen en las líneas como espectadores,  ignorantes de la acción y sin embargo, los vemos y reconocemos. Incluso, más que presentar una descripción de los lugares, los ambientes, las costumbres, etc., es un sumergimiento hacia una conciencia colectiva del hombre, en un amplio y vasto sentido de la palabra; algo que va más allá del color de la piel. En el gran sentido cósmico, universal de las cosas y la existencia, la acción de la novela devela aspectos sociales y políticos, denotando características arquetípicas a los actantes, en momento, aún cuando durante la lectura, esto queda ligeramente de lado, el discurso está ahí, entre las líneas, en el nombre del autor, en la descripción de las calles, de los hogares, de las personas. Y en esa punzante narración, que a final de cuentas nos entretiene, más que nada, encontramos el dejo de ironía que se colgará de nosotros aún cuando hayamos finalizado: “A las once, el crimen había sido computado con eficiencia, sin emociones y de arriba abajo, y, en la medida de lo detectable, aquella diminuta picadura en la piel de la ciudad se había cerrado y olvidado.”

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Mientras que la literatura noir es comúnmente asociada dentro de los vibrantes géneros del jazz y el blues -vaya que cuando yo leo este tipo de historias, el soundtrack en mi cabeza mientras leo suena mucho a Miles Davis, Thelonious, Parker, etc.-, he preferido salirme un poco del contexto y solicitar ayuda de The Clash, quienes entre las letras y la música se ven los dejos de la tradición del blues, quizá con algunos estornudos de reggae, en fin... felices lecturas.


"Broadway" (Sandinista!, 1980)
The Clash