viernes, 6 de junio de 2014

Corre, hombre, Chester Himes

De niña leí a los Hardy Boys y me encantaba ver con mis padres películas del tipo que lo dejan a uno a la orilla del asiento, con las uñas entre los dientes y las gotas de sudor obedientes sumisas al servicio de la trama; desde películas de tono grave como All The Presidents Men o The Godfather hasta sátiras y parodias del who-dunnit a la ClueWho Framed Roger Rabbit? y a Peter Sellers como el inspector Clouseau en la saga de La Pantera Rosa. Cierto es que en aquellos entonces poco entendía sobre el origen o la causa de que existieran ese tipo de historias: el odio, la ira, el rencor, asesinatos, violaciones, humillación. Sin embargo, entre los herméticos diálogos que uno sigue para descubrir los motivos y sus consecuencias a la par que el protagonista, había un atrayente poder de seducción, así como esos sucios detectives alcohólicos y fumadores compulsivos, mal afeitados con su alto grado de sex appeal a la Bogart o Belmondo. Años, muchos años después, tuve la fortuna de llevar una clase sobre novela negra: detectives, crímenes, femme fatales, polis y ratas, contrabandistas, conspiraciones and all that jazz, una clase como pocas que se llegan a encontrar dentro de la carrera de literatura. En ella leímos desde Arthur Conan Doyle, hasta Paco Ignacio Taibo II, pasando por Raymond Chandler, Boris Vian, Agatha Christie, Dashiell Hammet, Patricia Highsmith, Rafael Bernal y Chester Himes. Acompañadas con sus buenas dosis de cine noir y derivados: Extraños en un trenDoble indemnidadThe KillingProfundo carmesíTwin Peaks, The Wire, The Hound of the Baskerville, etc.
                Hace unos meses, curioseando por una librería de segundas muy famosa por estos lugares, encontré bajo títulos y autores desconocidos para mí, una gastada edición de Corre, hombre (Run Man, Run, 1967) por Chester Himes. Bastó sólo reconocer el nombre para tomar bajo mi brazo la edición, pagar y salir emocionada con algo nuevo que leer.  Sin embargo, quedó sobre una pila de libros que había estado postergando para su lectura durante el tedio veraniego proporcionado por la falta de cosas que hacer y la sobre-excitación mundialera que se carga todo el mundo. Así pues, hace un par de días tuve el placer de abrir y leer al irónico Sr. Himes y su visión de una buena historia policíaca hard-boiled.
                La trama es sencilla y directa, realmente no existen muchas vueltas de tuerca y cuando las llega a haber, son sutiles y jamás nos hacen sentir como si nos hubieran quitado el tapete por debajo de los pies. Jimmy es un joven estudiante de derecho y trabajador nocturno en el restaurante Schmidt & Schindler y acaba de ser testigo a un doble asesinato. Matt Walker, un bribón de policía, deambulaba por las calles de Nueva York sin recordar en dónde había dejado el auto: entre el alcohol y la confusión, se topa con unos trabajadores negros del mismo restaurante y los acusa de haber participado en el robo de éste. La pistola con silenciador que sostiene en su mano es suficiente para poner nervioso a cualquiera, pero el gordo Sam intenta hacerlo entrar en razón ofreciéndole café y una ración de pollo frito, claramente, todo es un mal entendido. Accidentalmente, Walker dispara contra Sam y este cae muerto frente a sus ojos. Esa profunda borrachera se le ha ido completamente y ahora debe comenzar a atar cabos y es que, aquel escenario se ve muy mal: están por estallar las marchas civiles en el país, es Nueva York y un policía borracho acaba de asesinar a un trabajador negro. Pero Himes no busca entablar un diálogo socio-político de lo que está por acontecer en su presente, sino hacernos cómplices del personaje. Incluso, bromea cuando nos abre la conciencia de Matt mientras este se confiesa a sí mismo que "había cierta tristeza en el acto de matar a un hombre en medio de tanta comida, pensó. Más que tristeza, la palabra justa quizá fuera ironía." Pero esos dejos de conciencia se detienen en cuanto el policía se deshace del segundo y no logra matar a Jimmy, el tercero y último testigo, a quien sólo deja malherido tras un impacto de bala que falla en detenerle el corazón. A su rescate, Jimmy lo acusa de homicidio, sin embargo no encuentra quien le crea y ahora debe cuidarse las espaldas, ya que Walker terminará pronto lo que no pudo aquella fría noche de diciembre. No hay aliados, incluso la persona más cercana a él, la amante, cantante y vecina de Jimmy, Linda Lou Collins, no logra ver la verdad en sus ojos; menos aún cuando se topa cara a cara con Matt, bajo cuyo encanto, terminará tras una noche de pasión… they all want’em bad boys.
            Más allá de pretender indagar junto con los personajes, algo que en el caso de esta novela no aplica, pues de inicio sabemos quién hizo qué y por qué razones, uno se deja envolver por el lenguaje de Himes tan fluido y cómico en momentos; esta falta de motivación de buscar pistas, nos obliga a prestar atención a otros detalles, más mundanos: Jimmy está siendo cazado por Matt y permanece en constante vigilia, corriendo de él. Los momentos de tensión y peligro, llegan y se van sin mayor aviso, y mientras permanecen latentes, se opacan y contraponen con la cotidianidad. La narración avanza y sabemos que estamos por iniciar el tercer acto, el stand-off, pero Jimmy se ha tomado un momento para tomarse un trago en un bar, indagar por pistolas, cambiar el look –irónico, ya que sospesa el hecho de que las apariencias, en este juego del gato y el ratón, es lo que hace que permanezca en cierta desventaja, por lo que termina pidiéndole al barbero que le alacie el cabello, así como los hombres blancos- y comer. La comida es importante. No sólo llenan el estómago, sino el alma y el acto de comer acompaña, tanto al protagonista, como al antagonista durante toda la novela, provocando, inevitablemente, que a uno como lector le de hambre, por lo que aconsejo tener cerca algún plato con botana mientras leen. Jimmy, por ejemplo, sabiendo que está por enfrentar finalmente a Matt, toma su tiempo para degustar un banquete:
   Llegó ante el escaparate de cristal ahumado y cortinas corridas en que un cartel anunciaba: COCINA CASERA. Parecía un lugar familiar. Entró y se sentó en una de las cinco mesas vacías y cubiertas por un mantel de hule blanquiazul. A un lado, un fuego de carbón ardía en una estufa panzuda. Calentaba tanto que un hombre podía tostarse la piel.
Pidió morro de cerdo y nabos, con un plato aparte de guisantes. Los untó con una salsa caliente hecha de semillas de chile. El plato caliente y la salsa nada fría le escaldaron el paladar y le quemaron el galillo al tragar. El sudor le corría por la cara, resbalándole hasta la mandíbula. Pero cuando terminó se sintió un hombre nuevo. Se sentía agresivo y desprovisto de todo temor; como si pudiera coger al homicida por el pescuezo y retorcérselo.
Permaneció allí engullendo taza tras taza de café hervido tan fuerte que podía dejar tieso al mismo diablo, hasta que fue hora de irse.
En el momento en que Jimmy, en soledad, come y encuentra la valentía, el sargento Matt se encuentra en casa de su cuñado Brock, el detective encargado del caso de los homicidios del restaurante de Schmidt y Schindler, cenando y rodeado de su familia, lleno de dudas y nerviosismo:
La muchacha se llevó los platos y volvió con una pierna de cordero y bandejas de servicio con guisantes, zanahorias, puré de patatas y una salsa. Brock trinchó y sirvió el asado y Jenny la verdura a medida que los platos daban vueltas por la mesa. La muchacha sirvió luego platos individuales de ensalada de gelatina de menta. Cubierta por una servilleta había en la mesa una cestita con panecillos. Los niños bebían leche; los adultos agua.
Matt empezó a luchar con un bocado de asado […] Se volvió entonces hacia Brock y le preguntó: ¿Se sabe algo de mi amiga?
-De una nada –dijo Brock-. Pero encontramos a la otra.
Matt conocía la respuesta, pero tuvo que preguntar de todos modos: ¿Cuál?
Los niños le miraron con silenciosa curiosidad.
-Eva Modjeska –dijo Brock.
-Esa tiene que ser extranjera –cotilleó Peter.
-Los niños miran, pero no hablan –le devolvió Jenny cortante.
Matt sintió que le aumentaba la tensión en el pecho y trató de dominar sus respiración […] El aliento se volvió pétreo en el pecho de Matt.


Deambular por Harlem de la mano de Himes es un goce. No creo que pueda hacer mayor hincapié en ello; todo por su magistral manipulación del lenguaje provocando un adictivo placer que resulta en la falta de ganas de querer soltar el libro, aún y cuando éste se despasta con cada vuelta de página y se puede oler cómo la comida ya se está quemando en la estufa, o es ya necesario parar e ir al baño. Detener la lectura, puede resultar en el hecho del asesinato de Jimmy a manos del sargento Walker, o que cualquier dato se pase de largo durante los interrogatorios de la policía con el personal del restaurante, o que alguna huella no sea detectada. A final de cuentas, gustamos conocer los espacios del hampa, los bares de jazz y blues llenos de tabaco y alcohol, y música, mucha música. Lleno de personajes tan coloridos y vibrantes a pesar de que sólo permanecen en las líneas como espectadores,  ignorantes de la acción y sin embargo, los vemos y reconocemos. Incluso, más que presentar una descripción de los lugares, los ambientes, las costumbres, etc., es un sumergimiento hacia una conciencia colectiva del hombre, en un amplio y vasto sentido de la palabra; algo que va más allá del color de la piel. En el gran sentido cósmico, universal de las cosas y la existencia, la acción de la novela devela aspectos sociales y políticos, denotando características arquetípicas a los actantes, en momento, aún cuando durante la lectura, esto queda ligeramente de lado, el discurso está ahí, entre las líneas, en el nombre del autor, en la descripción de las calles, de los hogares, de las personas. Y en esa punzante narración, que a final de cuentas nos entretiene, más que nada, encontramos el dejo de ironía que se colgará de nosotros aún cuando hayamos finalizado: “A las once, el crimen había sido computado con eficiencia, sin emociones y de arriba abajo, y, en la medida de lo detectable, aquella diminuta picadura en la piel de la ciudad se había cerrado y olvidado.”

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Mientras que la literatura noir es comúnmente asociada dentro de los vibrantes géneros del jazz y el blues -vaya que cuando yo leo este tipo de historias, el soundtrack en mi cabeza mientras leo suena mucho a Miles Davis, Thelonious, Parker, etc.-, he preferido salirme un poco del contexto y solicitar ayuda de The Clash, quienes entre las letras y la música se ven los dejos de la tradición del blues, quizá con algunos estornudos de reggae, en fin... felices lecturas.


"Broadway" (Sandinista!, 1980)
The Clash

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