De niña leí a los Hardy Boys y me
encantaba ver con mis padres películas del tipo que lo dejan a uno a la orilla
del asiento, con las uñas entre los dientes y las gotas de sudor obedientes
sumisas al servicio de la trama; desde películas de tono grave como All
The Presidents Men o The Godfather hasta sátiras y
parodias del who-dunnit a la Clue, Who
Framed Roger Rabbit? y a Peter Sellers como el inspector Clouseau en
la saga de La Pantera Rosa. Cierto es que en aquellos entonces poco entendía
sobre el origen o la causa de que existieran ese tipo de historias: el odio, la
ira, el rencor, asesinatos, violaciones, humillación. Sin embargo, entre los
herméticos diálogos que uno sigue para descubrir los motivos y sus
consecuencias a la par que el protagonista, había un atrayente poder de
seducción, así como esos sucios detectives alcohólicos y fumadores compulsivos,
mal afeitados con su alto grado de sex appeal a la Bogart o Belmondo. Años,
muchos años después, tuve la fortuna de llevar una clase sobre novela negra:
detectives, crímenes, femme fatales, polis y ratas, contrabandistas,
conspiraciones and all that jazz, una clase como pocas que se
llegan a encontrar dentro de la carrera de literatura. En ella leímos desde
Arthur Conan Doyle, hasta Paco Ignacio Taibo II, pasando por Raymond Chandler,
Boris Vian, Agatha Christie, Dashiell Hammet, Patricia Highsmith, Rafael Bernal
y Chester Himes. Acompañadas con sus buenas dosis de cine noir y
derivados: Extraños en un tren, Doble indemnidad, The
Killing, Profundo carmesí, Twin Peaks, The
Wire, The Hound of the Baskerville, etc.
Hace
unos meses, curioseando por una librería de segundas muy famosa por estos
lugares, encontré bajo títulos y autores desconocidos para mí, una gastada edición
de Corre, hombre (Run Man, Run, 1967) por Chester
Himes. Bastó sólo reconocer el nombre para tomar bajo mi brazo la edición,
pagar y salir emocionada con algo nuevo que leer. Sin embargo, quedó
sobre una pila de libros que había estado postergando para su lectura durante el
tedio veraniego proporcionado por la falta de cosas que hacer y la
sobre-excitación mundialera que se carga todo el mundo. Así pues, hace un par
de días tuve el placer de abrir y leer al irónico Sr. Himes y su visión de una
buena historia policíaca hard-boiled.
La trama es sencilla y directa, realmente no existen
muchas vueltas de tuerca y cuando las llega a haber, son sutiles y jamás nos
hacen sentir como si nos hubieran quitado el tapete por debajo de los pies.
Jimmy es un joven estudiante de derecho y trabajador nocturno en el restaurante
Schmidt & Schindler y acaba de ser testigo a un doble asesinato. Matt
Walker, un bribón de policía, deambulaba por las calles de Nueva York sin
recordar en dónde había dejado el auto: entre el alcohol y la confusión, se
topa con unos trabajadores negros del mismo restaurante y los acusa de haber
participado en el robo de éste. La pistola con silenciador que sostiene en su
mano es suficiente para poner nervioso a cualquiera, pero el gordo Sam intenta
hacerlo entrar en razón ofreciéndole café y una ración de pollo frito,
claramente, todo es un mal entendido. Accidentalmente, Walker dispara contra
Sam y este cae muerto frente a sus ojos. Esa profunda borrachera se le ha ido
completamente y ahora debe comenzar a atar cabos y es que, aquel escenario se
ve muy mal: están por estallar las marchas civiles en el país, es Nueva York y
un policía borracho acaba de asesinar a un trabajador negro. Pero Himes no
busca entablar un diálogo socio-político de lo que está por acontecer en su
presente, sino hacernos cómplices del personaje. Incluso, bromea cuando nos
abre la conciencia de Matt mientras este se confiesa a sí mismo que "había
cierta tristeza en el acto de matar a un hombre en medio de tanta comida,
pensó. Más que tristeza, la palabra justa quizá fuera ironía."
Pero esos dejos de conciencia se detienen en cuanto el policía se deshace del
segundo y no logra matar a Jimmy, el tercero y último testigo, a quien sólo
deja malherido tras un impacto de bala que falla en detenerle el corazón. A su
rescate, Jimmy lo acusa de homicidio, sin embargo no encuentra quien le crea y
ahora debe cuidarse las espaldas, ya que Walker terminará pronto lo que no pudo
aquella fría noche de diciembre. No hay aliados, incluso la persona más cercana
a él, la amante, cantante y vecina de Jimmy, Linda Lou Collins, no logra ver la
verdad en sus ojos; menos aún cuando se topa cara a cara con Matt, bajo cuyo
encanto, terminará tras una noche de pasión… they all want’em bad boys.
Más
allá de pretender indagar junto con los personajes, algo que en el caso de esta
novela no aplica, pues de inicio sabemos quién hizo qué y por qué razones, uno
se deja envolver por el lenguaje de Himes tan fluido y cómico en momentos; esta
falta de motivación de buscar pistas, nos obliga a prestar atención a otros
detalles, más mundanos: Jimmy está siendo cazado por Matt y permanece en
constante vigilia, corriendo de él. Los momentos de tensión y peligro, llegan y
se van sin mayor aviso, y mientras permanecen latentes, se opacan y contraponen
con la cotidianidad. La narración avanza y sabemos que estamos por iniciar el
tercer acto, el stand-off, pero Jimmy
se ha tomado un momento para tomarse un trago en un bar, indagar por pistolas,
cambiar el look –irónico, ya que sospesa el hecho de que las apariencias, en
este juego del gato y el ratón, es lo que hace que permanezca en cierta
desventaja, por lo que termina pidiéndole al barbero que le alacie el cabello,
así como los hombres blancos- y comer. La comida es importante. No sólo llenan
el estómago, sino el alma y el acto de comer acompaña, tanto al protagonista,
como al antagonista durante toda la novela, provocando, inevitablemente, que a
uno como lector le de hambre, por lo que aconsejo tener cerca algún plato con
botana mientras leen. Jimmy, por ejemplo, sabiendo que está por enfrentar
finalmente a Matt, toma su tiempo para degustar un banquete:
Llegó ante el escaparate de cristal ahumado y
cortinas corridas en que un cartel anunciaba: COCINA CASERA. Parecía un lugar
familiar. Entró y se sentó en una de las cinco mesas vacías y cubiertas por un
mantel de hule blanquiazul. A un lado, un fuego de carbón ardía en una estufa
panzuda. Calentaba tanto que un hombre podía tostarse la piel.
Pidió morro de cerdo y nabos, con un plato aparte de guisantes. Los untó
con una salsa caliente hecha de semillas de chile. El plato caliente y la salsa
nada fría le escaldaron el paladar y le quemaron el galillo al tragar. El sudor
le corría por la cara, resbalándole hasta la mandíbula. Pero cuando terminó se
sintió un hombre nuevo. Se sentía agresivo y desprovisto de todo temor; como si
pudiera coger al homicida por el pescuezo y retorcérselo.
Permaneció allí engullendo taza tras taza de café hervido tan fuerte que
podía dejar tieso al mismo diablo, hasta que fue hora de irse.
En el momento en que Jimmy, en soledad,
come y encuentra la valentía, el sargento Matt se encuentra en casa de su
cuñado Brock, el detective encargado del caso de los homicidios del restaurante
de Schmidt y Schindler, cenando y rodeado de su familia, lleno de dudas y
nerviosismo:
La muchacha se llevó
los platos y volvió con una pierna de cordero y bandejas de servicio con
guisantes, zanahorias, puré de patatas y una salsa. Brock trinchó y sirvió el
asado y Jenny la verdura a medida que los platos daban vueltas por la mesa. La
muchacha sirvió luego platos individuales de ensalada de gelatina de menta.
Cubierta por una servilleta había en la mesa una cestita con panecillos. Los
niños bebían leche; los adultos agua.
Matt empezó a luchar
con un bocado de asado […] Se volvió entonces hacia Brock y le preguntó: ¿Se
sabe algo de mi amiga?
-De una nada –dijo Brock-. Pero encontramos a la otra.
Matt conocía la respuesta, pero tuvo que preguntar de todos modos:
¿Cuál?
Los niños le miraron con silenciosa curiosidad.
-Eva Modjeska –dijo Brock.
-Esa tiene que ser extranjera –cotilleó Peter.
-Los niños miran, pero no hablan –le devolvió Jenny cortante.
Matt sintió que le aumentaba la tensión en el pecho y trató de dominar
sus respiración […] El aliento se volvió pétreo en el pecho de Matt.
Deambular por Harlem de la mano de
Himes es un goce. No creo que pueda hacer mayor hincapié en ello; todo por su magistral
manipulación del lenguaje provocando un adictivo placer que resulta en la falta
de ganas de querer soltar el libro, aún y cuando éste se despasta con cada
vuelta de página y se puede oler cómo la comida ya se está quemando en la
estufa, o es ya necesario parar e ir al baño. Detener la lectura, puede
resultar en el hecho del asesinato de Jimmy a manos del sargento Walker, o que
cualquier dato se pase de largo durante los interrogatorios de la policía con
el personal del restaurante, o que alguna huella no sea detectada. A final de
cuentas, gustamos conocer los espacios del hampa, los bares de jazz y blues
llenos de tabaco y alcohol, y música, mucha música. Lleno de personajes tan
coloridos y vibrantes a pesar de que sólo permanecen en las líneas como
espectadores, ignorantes de la acción y
sin embargo, los vemos y reconocemos. Incluso, más que presentar una
descripción de los lugares, los ambientes, las costumbres, etc., es un
sumergimiento hacia una conciencia colectiva del hombre, en un amplio y vasto
sentido de la palabra; algo que va más allá del color de la piel. En el gran
sentido cósmico, universal de las cosas y la existencia, la acción de la novela
devela aspectos sociales y políticos, denotando características arquetípicas a
los actantes, en momento, aún cuando durante la lectura, esto queda ligeramente
de lado, el discurso está ahí, entre las líneas, en el nombre del autor, en la
descripción de las calles, de los hogares, de las personas. Y en esa punzante
narración, que a final de cuentas nos entretiene, más que nada, encontramos el
dejo de ironía que se colgará de nosotros aún cuando hayamos finalizado: “A las
once, el crimen había sido computado con eficiencia, sin emociones y de arriba
abajo, y, en la medida de lo detectable, aquella diminuta picadura en la piel
de la ciudad se había cerrado y olvidado.”
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Mientras que la literatura noir es comúnmente asociada dentro de los vibrantes géneros del jazz y el blues -vaya que cuando yo leo este tipo de historias, el soundtrack en mi cabeza mientras leo suena mucho a Miles Davis, Thelonious, Parker, etc.-, he preferido salirme un poco del contexto y solicitar ayuda de The Clash, quienes entre las letras y la música se ven los dejos de la tradición del blues, quizá con algunos estornudos de reggae, en fin... felices lecturas.
"Broadway" (Sandinista!, 1980)
The Clash
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